viernes, 1 de noviembre de 2013

El crimen de El Correo

Lejos, a 4.000 kilómetros largos de Sevilla, no sé cómo hacer para que llegue mi conciencia sublevada allí donde está mi gente, la de El Correo de Andalucía, que está aguantando a lo peorcito del empresariado patrio, gente de chanchullo que compra por un euro un diario más que centenario, ADN de una ciudad que tampoco veo moverse ante la joya que amenaza con perder.
Bien. Toda empresa tiene derecho a recortar y a cerrar incluso si va mal. Correcto. Pero esta historia, este crimen, va mucho más allá de la manida crisis, lleva la impronta de la premeditación –cómo nos quitamos el marrón de encima sin mancharnos demasiado- y del desprecio –el que ha demostrado su propietario hasta hace dos días, el Grupo Alfonso Gallardo, y el que empieza a evidenciar el supuesto comprador, Diego Israel Castrejón Barco, señor tenebroso que ha tornado la esperanza en terror y desconcierto-. El Correo, desde 2010, ha pasado por tres bloques de despidos, si no he perdido la cuenta, y por varios recortes salariales para los que se quedaron dentro, peleando. Hoy hay 53 empleados sobre el abismo, mirando de reojo el fondo con el hambre que dan las nóminas sin cobrar y, aún así, haciendo equilibrios, tratando de llevar sus ojos al frente para ver lo que pasa en Sevilla y en el mundo y así contárselo a ustedes, sin firmas, que toca protestar, pero con la maestría y la entrega a que nos tienen acostumbrados. Con orgullo, el que da saber que se trabaja en un medio “honorable”, esa etiqueta que nos exigió el cardenal Spínola al fundar El Correo hace casi 115 años.
Honor y “orgullo”, como ha etiquetado mi colega Antonio Delgado-Roig una foto que me compaña en Jerusalén, de un ramillete de trabajadores –cinco años atrás, en la Avenida de la Constitución, con las portadas históricas del diario en su 110 aniversario-. Muchos ya faltan, faltamos. Por unas razones o por otras. Los que quedan no saben si la de hoy será su última edición. Lo que me sale al verla es un susurro arrastrado como el que saca mi madre cuando ve en la tele a un maltratador asesino, a un terrorista, a gentuza de ese calado: “¡Canalla!”. Eso quisiera gritarle a los que están asesinando a mi periódico.
No lo era, lo confieso, hasta que comencé a trabajar en él, estudiante de El País diario e hija de fiel lector de ABC como llegué. Pero El Correo era, indudablemente, una institución en la ciudad, una escuela de oficio, una casa seria que hasta los alumnos con ganas de Internacional, que aún no habíamos probado el elixir de amor eterno con el periodismo local, teníamos por admirable. Su redacción la pisé por primera vez, en realidad, en Segundo de carrera, para entrevistar a Paqui Godoy, cosa de un trabajo. Me llevó de la mano Rocío Rodríguez Jurado. Por allí nos presentaron a un joven argentino, Claudio Guarino, que estaba recién llegado. Aún se imprimía en la rotativa de la Carretera Amarilla la hoja parroquial de los domingos. Olía a aventura. Luego volví con contrato. Cañal, Reviejo, Ibáñez. Los que saben asentirán con la cabeza. Sí, mucha suerte. Enorme sección. Mucho bueno cerca.
Con los días vino todo, el aluvión de sensaciones intensísimas, de lecciones aprendidas, de batacazos y de alegrías, de roces y más compañerismo –ese primer diciembre, con Antonio Ramos Espejo y los chicos de Muchodeporte recogiendo el Andalucía de Periodismo... nunca hasta entonces había visto a un equipo tan feliz...-. El Correo de mi vida, ha titulado el gran Manolo Bohórquez su defensa de nuestra casa. Desde que llegué, para siempre, ya siempre también fue de la mía, de mi vida, llenó mis días durante nueve años, un tiempo en el que casi no había nada más que su redacción y su gente. No todo fue rosa, qué va, pero lo bueno fue infinitamente más brillante, más preciado. El Correo me regaló a mis mejores amigos y, sobre todo, a la gente a la que cada día cité en mis noticias, a la que entrevisté, a la que conocí de pasada o en profundidad; El Correo me llenó los ojos de paisajes que, sin el periodismo, sin mi diario, nunca hubiese contemplado.
Dejemos el “yo”. Todo esto se resume en algo muy simple que quiero decir, para quien escuche: El Correo no puede morir. Ha insuflado vida a cada uno de sus redactores, fotógrafos, diseñadores, administrativos… y ellos, con su labor, han entregado a Sevilla un mundo tamizado con las artes de los buenos contadores de historias, leales y comprometidos. Recuerden los años peleones del cura Javierre y su hoja de información laboral, sin ir más lejos. Los que hoy tiemblan por su futuro les han narrado a ustedes las elecciones de la democracia, un 11-M y un 11-S, les han dado voz cada vez que denunciaban algo –usted, portavoz vecinal, ecologista, madre de alumno-, les han puesto en bandeja la plata la información más útil para disfrutar de su feria o su Semana Santa, les han desmenuzado un pleno del Parlamento –o peor, una comisión-, han vibrado con ustedes en cada victoria del Betis o del Sevilla...
El Correo no puede morir porque no es sólo una empresa, por mucho que nos digan en la facultad y nos insista la realidad tozuda. No. Un medio de comunicación centenario, el decano de la prensa de Sevilla, es más que una cuenta de resultados. Y lo han tratado como si fuera un saco de patatas, sin conocimiento del mercado que se traía entre manos, sin cariño cuando es, en su raíz, una familia, no un ramillete de asalariados. Un euro. Ni lo que vale el periódico en el kiosco. Los nuevos amos se han puesto precio ellos solitos, precio a su alma turbia que nada sabe de periodismo ni de educación. La de El Correo no tiene precio. Es el alma inmemorial del contador de la vida, hecha de tinta y palabras. Ante este crimen brutal no vale la condena, las lágrimas. No sólo. No entiendo qué hace mi ciudad, que no se mueve cuando le quieren rajar la garganta y callar su voz.
Se acabó el desahogo caótico. Compañeros de El Correo, buen cierre hoy, y mañana y siempre. Valor y fortaleza para lo que viene. Que paséis de la agonía a la resurrección.