"Si te mueres, estoy muerto"
FUE LA frase profética que escribió el filósofo Gorz a su esposa hace años. Esta semana, los dos aparecieron muertos. Los suicidios en pareja por amor no son infrecuentes entre pensadores. Con los Koestler murió hasta el perro
JOSE MARIA PLAZA (El Magazine de Mundo)
Tú vas a cumplir 82 años. Has menguado seis centímetros, no pesas más de 45 kilos y aún eres bella, graciosa y deseable. Hace 58 años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Siento de nuevo en lo más profundo de mi pecho un vacío devorador que sólo puede calmar el calor de tu cuerpo contra el mío...». Así comienza la Carta a D. Historia de un amor, un libro de 80 páginas que el filósofo André Gorz escribió a su esposa, Dorine, y que se publicó en París el año pasado. Entonces, aquella hermosa confesión de amor y de agonía conmovió a Francia. Ahora resulta más actual que nunca: el pasado lunes, los cuerpos de André y Dorine aparecieron tendidos el uno junto al otro, y a sus pies, una nota que decía: «Avisen a la policía».
Ninguno de los dos quería quedarse en la vida sin el otro. Tras tantos años de convivencia y amor, se habían convertido en un mismo ser. «Sí tú te mueres, yo estoy muerto». Era lo que sentían. Así que hicieron un pacto de suicidio. «Nos gustaría no sobrevivir a la muerte del otro. Nos hemos dicho muchas veces que si tuviésemos que vivir otra vida, querríamos vivirla juntos, siempre juntos», se leía en su Carta a D.
Amigo y discípulo de Sartre, y cofundador de Le Nouvel Observateur, André Gorz (Viena, 1924) fue un teórico de la ecología política, un especialista en la problemática del trabajo y un pensador antiautoritario que publicó libros como Metamorfosis del trabajo o El socialismo difícil.
André y Dorine no son el único caso de parejas que quisieron desaparecer por amor, pero resulta infrecuente. Lo más habitual es suicidarse por desamor. La historia de la literatura está llena de estos sucesos: Mariano José de Larra, Angel Ganivet, José Asunción Silva, Jack London, Horacio Quiroga, Hart Crane, Manuel Acuña, Sylvia Plath y Assia Wevill (ambas por el amor del poeta Ted Hughes), Alfonsina Storni...
A veces no es el amor (o el desamor) lo que empuja a escaparse de esta vida, sino el desengaño vital, saber que la vida se ha vaciado de sentido. Para el poeta Cesare Pavesse fue una mezcla de todas: desengaño amoroso, pero también un agotamiento del esfuerzo de vivir: «Mientras hay un proyecto, no hay existencia absurda». Pero ¿si nos falta?
En muchas ocasiones, la decadencia física es el desencadenante del suicidio. El poeta José Hierro ya sentenció: «No temo a la muerte; lo que me asusta es la agonía». Y el escritor francés Henry de Montherlan, el autor de Los bestiarios, aquejado de una grave enfermedad, dejó una nota en la que explicaba su suicidio: «Cuando ya no se puede vivir con dignidad, es mejor no continuar...».
CRIADA ESPAÑOLA
Uno de los casos que más conmovió a la opinión pública, allá por los 80, fue el suicidio del intelectual Arthur Koestler y su mujer Cynthia. El 3 de marzo de 1983, su criada española entró en casa del matrimonio en Londres para hacer la limpieza y se encontró a Arthur sentado plácidamente en su sillón, con una vaso en la mano, y a su mujer tendida en el sofá. Habían muerto por una sobredosis de barbitúricos. La policía rescató una nota -escrita un año antes- en la que el escritor comentaba que, a causa de una leucemia complicada, había decidido «buscar mi autoliberación ahora, antes de que sea incapaz de preparar las cosas adecuadamente».
Y junto a él su mujer (y hasta su perro) aparecieron muertos, pues, tras tantos años unidos, no concebían la existencia por separado. Su suicidio fue un acto sereno, largamente meditado: «Quiero que mis amigos sepan que abandono su compañía con plenas facultades mentales y con alguna tímida esperanza en una vida posterior despersonalizada más allá de los límites del espacio y del tiempo y de los límites de nuestra comprensión».
Koestler fue un filósofo social, un activista político y un escritor cuyas obras más conocidas son la novela El cero y el infinito, 1940 (sobre los mecanismos soviéticos de la destrucción de la personalidad del individuo) y esa extensa autobiografía, en dos volúmenes (Flecha en el azul y La escritura invisible), en la que se cuenta sus primeros años y la experiencia en el Partido Comunista.
Cuatro décadas antes, en 1941, se suicidaron en Brasil el escritor Stephen Zweig y su segunda mujer, Charlotte. No fue tanto por una enfermedad grave, sino por comprender que estaban ya fuera de su tiempo, que se había acabado el mundo que conocían y les dolía la decadencia de Europa (bajo el nazismo) y de su cultura. Zweig, novelista muy popular en los años 20 y 30, es autor de Carta de una desconocida, María Estuardo y la autobiografía póstuma El mundo de ayer. Antes de morir escribió: «Creo que lo mejor es finalizar, en un buen momento y de pie, una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro, y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra».
Algo parecido nos recuerda Milán Kundera en su novela La inmortalidad: «Todo el mundo tiene derecho a matarse. Es parte de su libertad». El español Salvador Pániker, presidente de la Asociación por una Muerte Digna, sostiene que morir por amor, suicidarse juntos (propio de la tradición del amor romántico) es la forma más hermosa de morir.
En plena época del Romanticismo se suicidó el poeta y dramaturgo alemán Heinrich von Kleist, autor de El príncipe de Hamburgo y de La marquesa de O. Von Kleist, espíritu rebelde y atormentado, refleja la lucha por conciliar el destino con la individualidad y el conflicto entre emoción y razón. A los 34 años, arruinado, decepcionado, en un país invadido por Napoleón, von Kleist decide quitarse la vida de un tiro, tras disparar con la misma pistola a su amante ocasional, Henriette Vogel, una dama de la nobleza con una enfermedad incurable. En realidad no fue un suicidio por amor, sino la forma de morir acompañada de dos solitarios a los que el mundo les estaba echando fuera.
DESVENTURAS Y GOETHE
Unos años antes, en 1774, el alemán Goethe publica una novelita que le hará famoso: Las desventuras del joven Werther. Fue tan grande su influencia en los enamorados afligidos que provocó tal oleada de suicidios (por desamor) que preocupó seriamente a la autoridad, y un autor del momento, Nicolai Friedrich, escribió una versión alternativa y con final feliz: Las alegrías del joven Werther.
Una situación no muy distinta a la de André Gorz y su esposa sucedió también en París a finales de los 80: Charles Ronsac, escritor y periodista, lleva más de 50 años casado con Marthe, a quien el Alzheimer está devastando. La mujer, consciente de que va camino de convertirse en un vegetal, le dice: «Tú quieres que yo te sobreviva. Ya no puedo expresarme. Ya no veo nítidamente. El viaje ha acabado conmigo». E intenta suicidarse.
Pero el marido no se resigna y en vez de desaparecer los dos, dedicará las 24 horas del día a atender, hacer reír y mimar a Marthe, de quien cada día está más enamorado, como le repite a cada momento. Así estará ocho años, hasta que la muerte llega por sí misma al cuerpo vencido de su esposa.
Al morir, y para recordarla, publicará Uno no se cansa de amar. «He querido devolverte a la vida, escribiéndote esta historia de momentos felices y dramáticos, como si aún fueses mi primera lectora», dice en el prólogo de este libro, uno de los testimonios de amor más hermosos. Estremecedor resulta el pasaje en el que Charles Ronsac cuenta el rito diario de acariciarle el pecho desnudo a su mujer mientras le habla de amor y de estar siempre juntos, «¿No te da vergüenza -se lee-, a los 86 años seguir causando turbación en tu viejo amigo?».
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