Tenía unos 12 años cuando descubrí que Reverte (mi hombre, según el perfil de Oli y Raúl) hacía un programa en la radio. Siempre lo asocié a la tele, a las guerras, al micro azul, y nunca reparé en sus otras ocupaciones. La radio para mí entonces era una caja en la que sólo retumbaba la voz de San Iñaki. Patrimonio exclusivo. Y los libros... En esos tiempos sólo tenía ojos para Doyle, Dumas, Stevenson, London, Hergé. El día que sintonicé RNE me vi envuelta en un mundo de putas, chulos y ladrones que no escandalizaban, que tenían una crudeza tierna, una lucidez hiriente. Mucho aprendí de aquella gente, aunque la mitad de lo que contaban me sonaba a chino, a otro mundo lejano a mi cama, cómoda y abrigada. Unas veces la rutina se me olvidaba (era menos mitómana que hoy), otras el sueño me vencía; el caso es que un día el cartagenero desapareció. De golpe. Hasta hoy: los hermanos de icorso han rescatado su voz, su cabreo y los motivos del cerrojazo. Los restos de un periodismo muerto y enterrado.
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