Lejos, a 4.000 kilómetros largos de Sevilla, no sé cómo hacer para que
llegue mi conciencia sublevada allí donde está mi gente, la de El Correo de Andalucía, que está aguantando a lo
peorcito del empresariado patrio, gente de chanchullo que compra por
un euro un diario más que centenario, ADN de una ciudad que tampoco
veo moverse ante la joya que amenaza con perder.
Bien. Toda empresa tiene derecho a recortar y a cerrar
incluso si va mal. Correcto. Pero esta historia, este crimen, va mucho más allá
de la manida crisis, lleva la impronta de la premeditación –cómo nos quitamos
el marrón de encima sin mancharnos demasiado- y del desprecio –el que ha
demostrado su propietario hasta hace dos días, el Grupo Alfonso Gallardo, y el
que empieza a evidenciar el supuesto comprador, Diego Israel Castrejón Barco,
señor tenebroso que ha tornado la esperanza en terror y desconcierto-. El
Correo, desde 2010, ha pasado por tres bloques de despidos, si no he perdido la cuenta, y por varios
recortes salariales para los que se quedaron dentro, peleando. Hoy hay 53 empleados
sobre el abismo, mirando de reojo el fondo con el hambre que dan las nóminas
sin cobrar y, aún así, haciendo equilibrios, tratando de llevar sus ojos al
frente para ver lo que pasa en Sevilla y en el mundo y así contárselo a
ustedes, sin firmas, que toca protestar, pero con la maestría y la entrega a
que nos tienen acostumbrados. Con orgullo, el que da saber que se trabaja en un
medio “honorable”, esa etiqueta que nos exigió el cardenal Spínola al fundar El
Correo hace casi 115 años.
Honor y “orgullo”, como ha etiquetado mi colega Antonio
Delgado-Roig una foto que me compaña en Jerusalén, de un ramillete de trabajadores
–cinco años atrás, en la Avenida de la Constitución, con las portadas
históricas del diario en su 110 aniversario-. Muchos ya faltan, faltamos. Por
unas razones o por otras. Los que quedan no saben si la de hoy será su última
edición. Lo que me sale al verla es un susurro arrastrado como el que saca mi madre
cuando ve en la tele a un maltratador asesino, a un terrorista, a gentuza de
ese calado: “¡Canalla!”. Eso quisiera gritarle a los que están asesinando a mi
periódico.
No lo era, lo confieso, hasta que comencé a trabajar en él, estudiante de El País diario e hija de fiel lector de ABC como llegué. Pero El
Correo era, indudablemente, una institución en la ciudad, una escuela de
oficio, una casa seria que hasta los alumnos con ganas de Internacional, que
aún no habíamos probado el elixir de amor eterno con el periodismo local,
teníamos por admirable. Su redacción la pisé por primera vez, en realidad, en Segundo
de carrera, para entrevistar a Paqui Godoy, cosa de un trabajo. Me llevó de la mano
Rocío Rodríguez Jurado. Por allí nos presentaron a un joven argentino, Claudio
Guarino, que estaba recién llegado. Aún se imprimía en la rotativa de la
Carretera Amarilla la hoja parroquial de los domingos. Olía a aventura. Luego volví con
contrato. Cañal, Reviejo, Ibáñez. Los que saben asentirán con la cabeza. Sí,
mucha suerte. Enorme sección. Mucho bueno cerca.
Con los días vino todo, el aluvión de sensaciones
intensísimas, de lecciones aprendidas, de batacazos y de alegrías, de roces y más compañerismo –ese primer diciembre, con Antonio Ramos Espejo y los chicos
de Muchodeporte recogiendo el Andalucía de Periodismo... nunca hasta entonces
había visto a un equipo tan feliz...-. El Correo de mi vida, ha titulado el
gran Manolo Bohórquez su defensa de nuestra casa. Desde que llegué, para
siempre, ya siempre también fue de la mía, de mi vida, llenó mis días durante
nueve años, un tiempo en el que casi no había nada más que su redacción y su gente.
No todo fue rosa, qué va, pero lo bueno fue infinitamente más brillante, más preciado. El Correo me regaló a mis mejores
amigos y, sobre todo, a la gente a la que cada día cité
en mis noticias, a la que entrevisté, a la que conocí de pasada o en profundidad; El Correo me llenó los ojos de paisajes que, sin el periodismo, sin mi diario,
nunca hubiese contemplado.
Dejemos el “yo”. Todo esto se resume en algo muy simple que quiero decir, para quien escuche: El
Correo no puede morir. Ha insuflado vida a cada uno de sus redactores, fotógrafos,
diseñadores, administrativos… y ellos, con su labor, han entregado a Sevilla un
mundo tamizado con las artes de los buenos contadores de historias, leales y
comprometidos. Recuerden los años peleones del cura Javierre y su hoja de
información laboral, sin ir más lejos. Los que hoy tiemblan por su futuro les
han narrado a ustedes las elecciones de la democracia, un 11-M y un 11-S, les han dado
voz cada vez que denunciaban algo –usted, portavoz vecinal, ecologista, madre
de alumno-, les han puesto en bandeja la plata la información más útil para
disfrutar de su feria o su Semana Santa, les han desmenuzado un pleno del
Parlamento –o peor, una comisión-, han vibrado con ustedes en cada victoria del
Betis o del Sevilla...
El Correo no puede morir porque no es sólo una empresa, por
mucho que nos digan en la facultad y nos insista la realidad tozuda. No. Un
medio de comunicación centenario, el decano de la prensa de Sevilla, es más que
una cuenta de resultados. Y lo han tratado como si fuera un saco de patatas,
sin conocimiento del mercado que se traía entre manos, sin cariño cuando es, en
su raíz, una familia, no un ramillete de asalariados. Un euro. Ni lo que vale
el periódico en el kiosco. Los nuevos amos se han puesto precio ellos solitos, precio a su
alma turbia que nada sabe de periodismo ni de educación. La de El Correo no
tiene precio. Es el alma inmemorial del contador de la vida, hecha de tinta y
palabras. Ante este crimen brutal no vale la condena, las lágrimas. No sólo. No entiendo qué hace mi ciudad,
que no se mueve cuando le quieren rajar la garganta y callar su voz.
Se acabó el desahogo caótico. Compañeros de El Correo, buen
cierre hoy, y mañana y siempre. Valor y fortaleza para lo que viene. Que paséis
de la agonía a la resurrección.