Prometí crónica del acto de hoy en la Hispalense pero, a falta de pan (o sea, de tiempo), os dejo mi humilde contribución al libro
Antonio Ramos Espejo: un periodista para un pueblo.
La geografía y su carácter.-
Dio los buenos días, se arremangó la camisa y dijo lo que llevábamos tres años esperando: “Hoy vamos a hacer una crónica”. Era la primera vez que alguien en la carrera nos pedía que ejerciéramos el periodismo y no un remedo de parvulario. Así, de un plumazo, todos nos aprendimos el nombre de ese profesor nuevo que sólo habíamos visto en el programa de la asignatura: Antonio Ramos Espejo. Y fue a partir de entonces cuando empezamos a profesar su religión, que es la del oficio, la del buen oficio. En clase, durante dos años, Antonio nos hizo sentirnos profesionales, convirtió los pupitres en mesas de redacción y dejó de tratarnos como a aprendices necios. Cada mañana traía a clase la noticia viva, la que le quemaba en las manos en cada cierre de El Correo de Andalucía, donde entonces trabajaba. Porque, además, fue el primero en hacernos leer los periódicos para algo más que para dar con la cartelera del cine. Gracias a él supimos cómo se hace un análisis, un editorial y un reportaje. Los géneros, sorpresa, no eran sólo una invención de los manuales. Con la rutina de darle a la tecla (la única manera de coger tablas en este trabajo), aprendimos cómo se pregunta, cómo se mira, qué interesa contar. Porque con él no hablábamos del aire ni usábamos teletipos del siglo pasado, sino que escribíamos sobre lo que daba el día, de política a economía pasando por internacional. Como con anestesia, sin notarlo apenas, nos fue transmitiendo el cariño por el trabajo bien hecho y despertó la curiosidad que llevábamos latente, todo con una visión profunda de la justicia social, del progresismo, que al fin dejaban de ser un deseo vano de los folletos electorales. Nos enseñó a redactar y a tener conciencia, a buscar la excelencia y a valorar las fuentes. Nunca regateó el aliento a esa panda de románticos que comenzábamos a engancharnos a esta droga. Antes al contrario, alimentaba el fuego con las toneladas de libros que nos prestó (y que a veces nunca hicieron el camino de vuelta…) y las batallitas, tan necesarias.
Pasado el tiempo, ya en el oficio, Antonio fue guía sereno, jefe preguntón y mecenas generoso. El hombre con el despacho más accesible de la Tierra, abierto 24 horas. De los que se acordaban de dar la necesaria palmada en la espalda y de los que no dejaban de pedir más, por la satisfacción del buen hacer. Por qué si no Antonio no tenía cargo, no tenía etiqueta, no era ni el director ni el representante de la empresa. Era Antonio y ya. El hombre con un buen consejo siempre en la boca. Pena que ese periodo fuese tan corto.
Si no fuera de Alhama de Granada, si se hubiese ido a la capital a trabajar, Antonio sería hoy infinitamente más que Gabilondo, que Aguilar, que Del Pozo o cualquiera de los que sientan dogma con abrir la boca. Si fuese de Chicago tendría un Pulitzer. Pero no. La geografía y su carácter, tímido hasta el límite, han hecho que este país desconozca la valía del reportero integral, de quien sí puede usar su nombre como sinónimo de periodismo de investigación, de exclusiva, de lucidez. De quien da lecciones sin pretenderlo, pero con la rotundidad que da la fortaleza de espíritu. Lo demostró el día en que le entregaron la Medalla de Andalucía. En plena rueda de prensa, entre agradecimientos y emociones, Antonio se acordó de lanzarle un mensaje a los adormecidos periodistas de hoy. “Tienen que reconquistar el corazón de las redacciones. Tienen que recuperarlo y quitárselo a los empresarios. Sólo así este oficio será digno y creíble”. Los cincuenta reporteros que lo mirábamos hipnotizados lanzamos un amén tembloroso en silencio. Pura fe. Al lado, David Bisbal, que estaba empezando a darse cuenta de la figura que tenía a su vera, le dio un abrazo y gritó: “Este hombre es un fenómeno”. Eso es. El hombre sin ambición más que de la buena, la de contarle a la gente lo que le pasa a la gente. Esa ha sido su meta toda la vida. A los que nos perdimos sus años mozos de oficio nos ha legado su faceta de profesor atípico y ese objetivo, el de contar por encima de todas las cosas, y hacerlo con honestidad, rigor y entusiasmo. Palabras rancias que en boca de Antonio son verdad pura. Porque él es ejemplo de esa verdad. Cada premio que le dan es una esperanza, una señal de que el buen periodismo no se nos muere, o no del todo. A los demás sólo nos queda seguirle en esa senda o, al menos, intentarlo.